Foster Maxwell, hombre de recia constitución física, tórax poderoso y rostro sanguíneo —pregón al menos aparente de que debía disfrutar de una salud envidiable—, unos cincuenta y tres años de edad, general de división del ejército USA, director militar de aquella base en la que al parecer se «cocían» proyectos secretos, le sonrió al médico y dijo: —Verá, doctor…, la gente tiene un concepto de nosotros, los militares, que muchas veces y erróneamente nos sitúan fuera o por encima de las normales características humanas. Suponen que somos insensibles al dolor físico, por ejemplo, e incluso al moral.
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Foster Maxwell, hombre de recia constitución física, tórax poderoso y rostro sanguíneo —pregón al menos aparente de que debía disfrutar de una salud envidiable—, unos cincuenta y tres años de edad, general de división del ejército USA, director militar de aquella base en la que al parecer se «cocían» proyectos secretos, le sonrió al médico y dijo: —Verá, doctor…, la gente tiene un concepto de nosotros, los militares, que muchas veces y erróneamente nos sitúan fuera o por encima de las normales características humanas. Suponen que somos insensibles al dolor físico, por ejemplo, e incluso al moral.