Gordon Bennet, tranquilo, acodado en el mostrador de aquel tugurio de Harlem —dentro del cual todo era humo de cigarrillos y de alguna que otra yerba de las que se utilizaban para ir de «viaje», ponerse en trance para reunir el valor necesario que normalmente no se tenía para cometer cualquier desmán o bien para estimular el apetito sexual y acudir en busca de nuevas emociones lúbricas—, consumía el matarratas que un barman de color le había escanciado en el vaso, procedente, en teoría, de una botella de whisky.
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Gordon Bennet, tranquilo, acodado en el mostrador de aquel tugurio de Harlem —dentro del cual todo era humo de cigarrillos y de alguna que otra yerba de las que se utilizaban para ir de «viaje», ponerse en trance para reunir el valor necesario que normalmente no se tenía para cometer cualquier desmán o bien para estimular el apetito sexual y acudir en busca de nuevas emociones lúbricas—, consumía el matarratas que un barman de color le había escanciado en el vaso, procedente, en teoría, de una botella de whisky.