Era sábado aquel día, un atardecer del 20 de agosto de 1871, en la pequeña población de Corona, del estado de Nuevo México. Por las calles discurría una multitud abigarrada y dispar, compuesta en su mayoría por vaqueros de los ranchos del contorno, que ansiaban divertirse y gastar alegremente su paga. Nadie pensaba que aquel sábado no sería como otro cualquiera. Por eso hombres y mujeres, chiquillos y hasta viejos, paseaban de un lado a otro esperando la hora del baile. La mejor de las reuniones que tenía lugar en la pequeña plaza central del pueblo.
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Era sábado aquel día, un atardecer del 20 de agosto de 1871, en la pequeña población de Corona, del estado de Nuevo México. Por las calles discurría una multitud abigarrada y dispar, compuesta en su mayoría por vaqueros de los ranchos del contorno, que ansiaban divertirse y gastar alegremente su paga. Nadie pensaba que aquel sábado no sería como otro cualquiera. Por eso hombres y mujeres, chiquillos y hasta viejos, paseaban de un lado a otro esperando la hora del baile. La mejor de las reuniones que tenía lugar en la pequeña plaza central del pueblo.