El castigo era duro, y el hombre que lo recibía estaba al límite de sus fuerzas. El látigo que empuñaba Guy Weldan caía como una lengua de fuego sobre sus anchas espaldas, abriendo surcos sanguinolentos en su carne. Era aquél un dolor lacerante, hondo, profundo y, además, un dolor lleno de vergüenza.
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El castigo era duro, y el hombre que lo recibía estaba al límite de sus fuerzas. El látigo que empuñaba Guy Weldan caía como una lengua de fuego sobre sus anchas espaldas, abriendo surcos sanguinolentos en su carne. Era aquél un dolor lacerante, hondo, profundo y, además, un dolor lleno de vergüenza.