La ciudad sin ley: Una atronadora salva de aplausos coronó la brillante oratoria de James Lockhed, el hombre más respetable de Golden City, cuya abundante cabellera se unía a unas largas patillas que terminaban en una corta barba que le rodeaba la mandíbula inferior, formando, cabellera y barba, un óvalo perfecto en torno a un rostro de facciones abultadas, algo toscas, pero enérgicas, de trabajador del campo, de hombre de bien y de honor.
Herencia de odio: Este era un hombre joven, de menos de treinta años, aunque de algo más que veinticinco. Vestía un claro traje de hilo y se cubría la cabeza con un Panamá legítimo. En aquellos momentos dividía su atención entre la floja cerveza que le habían servido y el retrato al óleo de una mujer casi desnuda, a no ser por un indiscreto y tupido velo que en flotantes giros la envolvía pudorosamente. El retrato, en su casi totalidad, estaba sembrado de islitas negras nacidas de las innumerables moscas que por allí tenían sus reales.
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La ciudad sin ley: Una atronadora salva de aplausos coronó la brillante oratoria de James Lockhed, el hombre más respetable de Golden City, cuya abundante cabellera se unía a unas largas patillas que terminaban en una corta barba que le rodeaba la mandíbula inferior, formando, cabellera y barba, un óvalo perfecto en torno a un rostro de facciones abultadas, algo toscas, pero enérgicas, de trabajador del campo, de hombre de bien y de honor. Herencia de odio: Este era un hombre joven, de menos de treinta años, aunque de algo más que veinticinco. Vestía un claro traje de hilo y se cubría la cabeza con un Panamá legítimo. En aquellos momentos dividía su atención entre la floja cerveza que le habían servido y el retrato al óleo de una mujer casi desnuda, a no ser por un indiscreto y tupido velo que en flotantes giros la envolvía pudorosamente. El retrato, en su casi totalidad, estaba sembrado de islitas negras nacidas de las innumerables moscas que por allí tenían sus reales.